Acto de rebeldía

Cuando chico me controlaban los horarios. Me vigilaban. Me ponían la máquina. Yo no era particularmente un tipo rebelde ni contestador. Sumiso, ahuevonado y muchas veces con ganas de hacer el bien, estaba dispuesto a no cuestionar nada. Por lo mismo, cuando me tocaba ir a carrete de colegios o en casas de compañeros no era muy afortunado: pasaban por mí temprano y ahí quedaba, a medio camino de todo, muchas veces perdiéndome los mejores momentos de cualquier cosa.

Pero un día conocí a una chica que, por el estándar físico que me gasto, jamás podría haber imaginado como una compañera de besuqueos. Estaba en una fiesta con el momento final ahí mismo, a media hora de que me pasaran a buscar. Yo, un perdedor, de pronto figuraba besándome con ella medio escondidos en un patio de un colegio de niñas en donde las monjas corrían y corrían para agarrar a patadas a las lascivas parejas de pendejos que endaban en la misma que nosotros. Llegó la hora final, en que me tenía que ir, y yo con este bombón entre las manos. En un momento, decidí que no respetaría ninguna regla más. No me importó el castigo, ni la falta de respeto. En un segundo decidí mandar a todo el mundo a la mierda. No me importó si me andaban buscando o no. No me importó nada.

Me llevé un pico del porte de un buque, un castigo terrible, prohibiciones varias, rechazo y mala onda. Y yo por dentro sólo me reía. Feliz.